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Su mundo se aproximó y hubo mareas en mi océano.
Me rozó el cometa de su cabello, las oleadas de calor de su cuello y átomos de estrellas de su boca.
Me embriagó su perfume, gotas tibias de su sexo juegueteando en mis dedos y en mis labios.
Sentí su vida, palpitando en breves contracciones mientras su respiración agitada me daba la bienvenida y sus senos también me saludaban alegres.
Y bailamos los dos a un ritmo inconstante y húmedo, que cantábamos en exhalaciones erráticas, hasta que la prisa por desearnos y entregarlo todo desató el frenesí del gozo y el placer de estar tan cerca. Nos amábamos y nuestros ojos febriles lo sabían, mientras se miraban intensamente. Luego, nuestras voces dieron la señal de alarma del éxtasis de la agitación y el extravío de los espasmos donde morimos y volvimos a nacer abrazados. ¿Cómo puede haber eternidad de estrellas que nos hace cosquillas en el vientre, durante tan pocos segundos? ¿Cómo puede llegarse al término de un enigma conocido que de repente se nos hace divinamente extraño? El furor dio paso al sosiego y suspiramos. La calma había llegado y tenía el aroma suave de las flores de su piel. Y mis ojos brillaron de alegría al mirarla.
Y tras el estrépito reposamos entrelazados, sus piernas suaves sobre las mías, sus brazos sobre mi pecho. Pero todo mi ser estaba volcado sobre la maravilla de su cuerpo desnudo del que había bebido ardor y fuego y me había nutrido, una noche más y para toda mi vida.
Nos miramos a los ojos y sonreímos... Habíamos hecho el amor.
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