Noviembre 24 de 2020
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Es inquietante comprobar de modo experiencial cómo los acontecimientos tienen un dónde y un cuándo. Estas coordenadas de espacio tiempo llegan a ser más memorables, cuanto más significativos sean para nosotros los hechos. Asimismo, parece estar ligada a la condición humana, a veces de manera trágica, la idea de atrapar algo de la esencia de los acontecimientos a través de cosas concretas: una fotografía, un objeto, un salón, una canción, un discurso. ¡Nos sorprendería corroborar cuántas de las cosas que atesoramos llevan implícitas conexiones con eventos que consideramos relevantes en el pasado!
En cuanto a mí, no tengo vacilación alguna al afirmar que la aparición de Liliana en mi vida es un acontecimiento, aunque no siempre fui inmediatamente consciente de ello. Las experiencias junto al amor de mi vida han llegado a convertirse en verdaderas intersecciones, sucesiones de eventos cuyas luces y sombras tienen el poder de marcar toda mi existencia. Por este motivo, paralelamente y poco a poco, los lugares donde todo ello ocurría se convirtieron para mí en espacios cargados de sentido, a los cuales solía retornar para captarlo plenamente. En otras palabras, se fue produciendo un fenómeno paulatino de profundo repensar, de retornar a los sitios donde ella y yo habíamos estado cerca, para sopesar todo lo que ocurría y por así decirlo, rumiar el acontecimiento. Era como si una calle, un cuarto, un mueble, un parque o un cuaderno me ayudaran a recordar algo que ella había dicho, un gesto suyo, una reacción o una actitud provocadora. Y creo que siempre me asombraba la ironía constante de percatarme tardíamente de lo que implicaban. Por ejemplo, años después de una despedida que precedió largos años de separación, frecuentaba la esquina de nuestro último beso para dejar allí, precisamente, un par de rosas en señal de nostalgia.
Semejantes experiencias de meditaciones tardías no eran causadas por alguna distracción de mi parte, al tenerla cerca. Sin embargo, pienso que no estaba lo suficientemente atento para percibir cada aspecto de lo que Liliana significaba; además, siento que había mucho ruido, por así decirlo, muchas personas y situaciones que me dificultaban saber lo que ella pensaba, sus gustos y profundos anhelos. Y más aún, si éstas mismas personas se daban cuenta de que yo estaba demasiado enfocado en aquella mujer, complicando todavía más las cosas. Su voz, su bella sonrisa, sus palabras, el tono de su piel contrastando con su ropa, su modo de andar, las cosas que hacía... Todo se perdía a veces en medio del bullicio, las interrupciones constantes de quienes querían ser el centro de atención, en tanto que para mí ese centro era solamente ella. Era como intentar captar la fina melodía de un violín en medio de una congestión de tránsito bajo la lluvia.
Por lo tanto, quiero insistir en algo. Tal como suele suceder con cada gran acontecimiento de la vida, en mi experiencia personal no siempre fui inmediatamente consciente de lo que implicaba tener a Liliana cerca; pero desde el principio cobraron importancia los lugares donde ella estuvo conmigo. Luego de concatenar momentos y espacios físicos, podía presentir que un acto tan simple como fijarme en su mirada le agregaría por siempre a mi memoria la dulzura de su brillo y la intensidad de su fuerza. Y con el correr de los años, el impacto que generaba en mí uno solo de sus besos o el roce fugaz de su mejilla tibia, se convertiría luego en el centro de una búsqueda incansable y obsesiva, que comenzaba justo en el lugar donde ocurrieron. Sumada al hábito de escribir lo ocurrido, tal como lo describí en otra ocasión, la referencia a los lugares constituía una práctica compleja, cargada de evocaciones sensoriales, melancólicos viajes al pasado y deseos de repetir las experiencias con mi gran amor. En las amargas instancias que sobrevendrían con los años, en las cuales la extrañaba desde la distancia, ya disponía de al menos dos ingredientes para desarrollar mi fijación, registrar los acontecimientos y reconocer los lugares conexos.
Por otro lado, puedo aseverar que en la dinámica de las locaciones que se entretejen alrededor del acontecimiento-amor, la dirección de los sucesos depende del sentido que aquellas tienen para nosotros mientras las estamos habitando. Nada puede anticipar si un gran amor germinará y dará su fruto pronto, o por el contrario, si tardará años en realizarse. Por ese motivo, los lugares guardan escondidos ecos y luces de momentos inolvidables que permiten recodar cómo sucedió todo. Para mí no resulta difícil vincular un lugar y una experiencia significativa junto a Liliana: una fecha especial, un beso apasionado, una caminata, un café compartido, una determinada canción que bailamos, un intercambio de regalos, un rato de enojo o de ruidosas carcajadas.
A los espacios de aquellos primeros acercamientos nuestros, se agregaron otros donde ocurrieron encuentros espontáneos y otros decididamente planeados. Hubo lugares generalmente agradables, aunque otros no tanto. Puedo decir que hay sitios para mí cargados de intensa emotividad, que para ella resultan ser difusos, o viceversa. Y para nosotros, tan jóvenes como éramos, una acción decidida hacia el amor romántico podría ser algo precipitado, considerando el lugar donde estábamos, cerca de sus padres o hermanos, o rodeados de personas imprudentes que estropearan el momento. En cambio, otros sitios eran imprevisiblemente adecuados, cuando todos dormían o estaban tan distraídos que no pudieron notar que habíamos huido de allí para disfrutar un beso furtivo.
Los espacios físicos son definitivos para asumir riesgos concretos, si estamos resueltos a que el amor florezca. Con el transcurso del tiempo, la madurez acumulada nos enseñó a adecuar los lugares más apropiados para determinadas experiencias amorosas. Las dificultades inherentes a los prejuicios, la edad y el entorno, desaparecieron cuando acondicionamos el contexto a nuestros deseos y no al revés.
Sólo puedo cerrar por ahora, diciendo una cosa más. Hay lugares y no lugares. En ambos, el registro de nuestras experiencias de amor, que más tarde se convirtieron en acontecimientos, quedaron perpetuados en nuestra memoria y en estos escritos. La ventaja de los lugares, como ocurre con las viviendas familiares, es que permanecen casi siempre inalterados, como museos privados para rescatar evocaciones. La ventaja de los no lugares, como lo atestiguan las calles y los recintos públicos, es que están a la mano, accesibles para hacer un arte de la reconstrucción de un acontecimiento.
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