Noviembre 20 de 2020
16:21
(Enero, 1987)
Es intrigante recordar los acontecimientos que de un modo u otro cambiaron para siempre nuestra vida, aunque sea demasiado tarde para cambiarlos. Son verdaderos puntos de inflexión para recontar y reordenar los sucesos a la luz de realidades que eran más importantes de como parecieron en su momento. Sólo el tiempo nos puede otorgar la claridad para comprenderlos, a pesar de que justamente el paso de los años llega a ser como un velo que termina por nublar lo que la lucidez nos ha concedido. Por si fuera poco, una de las ironías de la existencia es tener la madurez para valorar con juicio lo que pasa a nuestro alrededor, mas sin la fuerza necesaria para transformar las adversidades.
No obstante saberlo hoy, tal vez no resulte tan importante retar esa sabiduría universal que llamamos destino ¿Cómo cambiar lo irremediable? ¿o cómo saber que no lo es, a fin de mover los delicados hilos que lo tornen favorable a nuestros afectos? Era un ínfimo centro del universo real, es verdad. Mas lo suficientemente portentoso como para ser mi universo entero en aquella época incierta de mi vida. Y justamente, ahí estaba Liliana. Era joven y a veces frívola; tan hermosa a mis ojos y lo suficientemente encantadora para mantenerme en vela noches enteras en su ausencia. Sus grandes ojos negros y la espontaneidad de sus maneras llamaban tanto mi atención, que podría pasar las mismas horas en presencia de ella, mirándola, escuchándola, sintiendo el perfume de sus cabello largo y buscando la manera de tocarla. Aún recuerdo las tardes de acudir junto a ella, mientras la luz por la ventana la hacía más bella. Yo podía escuchar cada latido de mi corazón agitándose con esa sola escena, mientras Liliana leía descuidadamente o escuchaba música. Por eso, si algo sé hoy con certeza es que mientras mi alma y mis células se debatían por su proximidad, ella estaba ajena a todo ello, como la luz a las sombras.
Siendo así como era, que mi horizonte llegaba constantemente hasta las puertas de su casa, para debilitarse de emoción al mirarla, Liliana se convertía para mí en un enigma. Me encantaba verla reír y aún más cuando lo hacía con mis ocurrencias; con tan fina espontaneidad, que disfrutaba ser por un momento el destinatario de su sonrisa. Era como un tesoro para llevarme a casa, mezcla de fascinación y desconcierto, confianza en lo sucedido e inquietud por el futuro.
Sin embargo, para la época en que me enamoré tan perdidamente, ella tenía novio. De modo que disfrutar de nuestros acercamientos era fuente de inmensa alegría e ingenua malicia. Bien podía concebir yo que era suficiente con ser buenos amigos, disfrutando de la amenidad de esos encuentros. Pero una fuerza desde mi interior anhelaba mucho más y no se conformaba con sólo saberla cercana en la formalidad de las charlas. Con los años que vendrían, junto a mi manía de escribir recordándola, esta sería otra constante que signaría mi vida en relación con Liliana: saberla casi siempre ajena. Sus besos, sus abrazos y su pasión, que despertaban mis deseos, eran para alguien más y yo tendría que resignarme a vivir con esa sensación de insatisfacción y rabia. Años después, cuando pondríamos todas estas vivencias sobre el tapete, a ella le resultó incomprensible esta forma tan mía de amarla en silencio, con resignación y persistencia. A mí, no cabe duda, me resultó una experiencia tortuosa y harto dolorosa. Pero sólo quien ama de este modo puede entender que todo ello es soportable ante el estímulo de un solo encuentro.
Así pues, tras la euforia y el encanto de las primeras semanas dejándome cautivar por la belleza, la dulzura y la gracia de mi gran amor, vinieron épocas de gran confusión e incertidumbre. Algo en mi alma presentía la ruta que me esperaba, en la cual Liliana era el nombre al final de cada día sin saber lo que ocurriría al siguiente.
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