Noviembre 23 de 2020
2:30
Dicen que cuando un amor termina, también se extingue una forma de lenguaje con códigos y signos propios. Los gestos cotidianos, las preferencias, los ritos, los acuerdos, la definición de un mundo único, los encuentros y desencuentros, constituyen un todo que difícilmente puede descifrarse sin la participación de quienes se aman. Y quizás por ello, resulta tan fascinante apreciar el amor como un fenómeno singular, que se va articulando a través de actos y palabras que se intrincan hasta convertirse en una compleja red. Red que puede durar tejiéndose toda una vida, o por el contrario, puede romperse súbitamente. ¿Quién puede suponer que en un rápido cruce de miradas o un leve intercambio de gestos está el germen de un gran amor? ¿Quién, en cambio, puede desestimar un escenario cálido y un encuentro propicio ambientado por música y perfumes, juzgándolos como una receta para el desastre de un amor que brota y ha de morir de agotamiento?
En cuanto a mí, hubo una sucesión de momentos de breves contactos con Liliana, que abrieron paso a la fascinación. Pero no ocurrió de un modo rotundo y avasallador, sino más bien a la manera de eventos simples. Fue la conjugación de varios instantes sin conexión entre sí. Primero, tras la aproximación espontánea en una tarde de diciembre, de repente me encontré bailando con ella y pude comprobar tras unos cuantos movimientos que me agradaba mucho sentirla cerca. En otra ocasión, nos habíamos visto de reojo, yo mirándola rápidamente en su ventana y ella también me vio desde allí, deslizándose detrás de la cortina para desaparecer fugazmente. Al día siguiente, todo recomenzó con la sutil curiosidad por saber si llegaría a mi fiesta; horas más adelante, tras haberla vuelto a abrazar una y otra vez en la formalidad del baile, me hallé a solas percibiendo su olor en una camiseta blanca. Yo se la había prestado para que se cambiara y así aliviar el calor que sentía por el estrépito de la danza. Y en la madrugada, antes de irse, me la devolvió con un desprevenido gesto de gracias. No puedo describir cómo sucedió el hecho de sentirme más agradecido que ella; la camiseta estaba nueva, días antes yo la había comprado en un viaje a la costa. Y ahora, Liliana había impregnado en la prenda una variedad de deliciosos aromas. Al olfatearla con precipitud, sentí de un modo muy particular que enloquecía con tal experiencia. Fue, digámoslo así, un primer acercamiento erótico con las sustancias de su piel, entremezcladas con los cosméticos y la humedad del sudor.
¿Acaso, fue allí que me enamoré de Liliana de manera indudable, en la privacidad de mi cuarto, cuando el aroma de su cuerpo atrapado en la camiseta se convirtió para mí en la fragancia preferida? Durante los años que siguieron, creo que de modo inconsciente siempre perseguí esa sensación. Se ha comprobado que el olfato es uno de los sentidos que mejor nos ayudan a recordar. Por cuestiones de nuestra configuración cerebral, el simple contacto con un aroma conocido nos desplaza en el tiempo a un lugar, una experiencia, una emoción ¿Qué más puedo agregar? Con certeza, que esta compleja combinación de percepciones en el tacto, la vista, el oído y sobre todo el olfato, fue convirtiéndose en el objeto de una búsqueda incesante. Pero más allá y por encima de las experiencia sensoriales, empecé a desarrollar una gran fijación en recordarla, cada paso, cada mirada, cada palabra. Mi mundo se estaba pintando con los colores de ella, su manera de andar, sus gustos, el tono de su voz, el olor de su cabello, los lugares que frecuentaba y sus temas de conversación.
Por si fuera poco, el amor fue encontrando caminos justo a partir de donde al parecer comenzó todo. Tal como aquella primera tarde, hubo muchas más circunstancias de encontrarme bailando con ella. Y estoy seguro de que esa práctica repetitiva, generalmente en fiestas de amigos y familiares, me permitió ampliar aún más las categorías de experiencias junto a ella. En aquel entonces, como suele decirse, en las fiestas se bailaba en pareja; a diferencia de la preferencia actual por el baile en solitario, en el cual aún la cercanía de un compañero o compañera suele ser un accesorio, el baile "a la antigua" requería de la sincronización de los pasos, de las manos, de los cuerpos y hasta de las miradas. Por esto, cada madrugada después de una fiesta, al despedirme de ella en medio del grupo de amigos, me invadía la íntima satisfacción de haber hallado el pretexto ideal para acercarme a Liliana. Me encantaba sentirla tan cerca, con el pretexto simple de bailar. A veces, literalmente nos abrazábamos mientras bailábamos. Nos acercábamos tanto en ciertas canciones lentas, que era un verdadero placer para mis sentidos tener tan próximo el aroma de su cabello, hablarle al oído y tomarla por la cintura, sintiendo su respiración estrechando sus senos contra mi pecho y algunos esporádicos roces entre nuestros muslos. Con todo, es menester aclarar que bailábamos bien y a gusto, tan coordinadamente como lo exigía el compás del ritmo.
Se ha dicho que un indicador fiable que nos anticipa qué tan placentero es el sexo con alguien, está en la experiencia de bailar con ella o él. Parece como si la cadencia, la dulzura, la sensualidad, la gentileza y la atención por los detalles fueran una impronta que está presente en la manera en que bailamos. Por este motivo, la forma en que el cuerpo se expresa está tan vinculada al gusto por el baile tanto como por el sexo. Al respecto, soy de la opinión de que las canciones hispanoamericanas desde los años setenta hasta avanzados los años noventa parecían contener los ingredientes propicios para que la química del romance y la dimensión pasional del sexo hicieran clic. Así las cosas, bailar era una forma de drama, en la que cumplían su papel las letras de las canciones, los ritmos, los estados de ánimo producidos, la efervescencia de las bebidas alcohólicas, la moda en el vestir y quienes participábamos en todo ello, sólo por mencionar algunos elementos. Por todo lo anterior, no tengo que explicar demasiado si digo que Liliana y yo compartimos desde el comienzo una especial afición por el baile, por ciertos ritmos, por ciertas canciones y que ello derivó en situaciones de profunda intimidad. Tanto en nuestros primeros incipientes acercamientos, como en nuestras más intensas experiencias tardías, concordamos en que el baile también era parte de todo ello. Tras las turbulencias de separaciones y reconciliaciones, ha sido simplemente mágico volver a experimentar la misma combinación de sensaciones cuando bailamos juntos. Es como si se actualizara todo el lenguaje de movimientos, temas de canciones, aromas, palabras, significados y otros códigos. Aunque los tiempos han cambiado y nosotros también, en un modo muy particular recreamos nuestro mundo entretejiendo recuerdos, gustos y modos de ser nosotros al aproximarnos y bailar.
En síntesis, la singularidad del afecto hacia Liliana creó una primera forma de lenguaje, construida de manera progresiva e intermitente a base de dos códigos iniciales: las experiencias de los sentidos y las del baile. El mundo que iba apareciendo en el horizonte poseía estos dos refinamientos propios de los grandes amores. No obstante, cabe preguntar: ¿Lo hacía de modo sostenido y claro? ¿Era suficiente para asegurar la continuidad, la permanencia y la solidez del amor en ciernes que embargaba mi pecho?
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