Noviembre 18 de 2020
12:54
Algún día, por cosas del destino o no, yo sentí que la amaba. Era conocida para mí, pero al mirarla de esa manera, una tarde, me di cuenta que no la conocía como en ese momento deseaba. De repente, permanecían en mi retina las imágenes de sus gestos; me resultaba tan atractiva la forma de su boca. Y aunque ella era parte del caleidoscopio de situaciones y personas queridas de aquel entonces, de una manera muy particular, la quería cerca; como si el alma intentara construir un mundo donde estuviéramos Liliana y yo solamente. Justo cuando tenía que irme de su lado, por las mismas circunstancias de tenerla tan cerca y ser parte de su mundo en pequeños fragmentos, prontamente la recordaba y quería volver. Tan sólo mirarla, escucharla o ver cómo realizaba sus tareas diarias era cautivante; por razones que no tenía siempre claras, sentía que me gustaba atrapar cuadros en mi memoria de su manera de caminar, de hablar o mirarme. Nada me permitió suponer que esa conducta se me convertiría en un hábito; ni imaginé que en los difíciles años que vendrían, ya sin ella, los recuerdos serían el único recurso para regresarla a mí en modos en que sólo quien ama puede dar por satisfactorios.
En pocas palabras, me estaba enamorando, aunque al mismo tiempo presentía la complejidad de todo lo que ello suscitaría. Me fascinaba sentir cómo ocurría todo; disfrutaba acercarme de modo que mis intenciones pasaran desapercibidas, aunque como sucede con las cosas del amor, eso pronto ya no era posible: las personas a nuestro alrededor, las de nuestra edad y las mayores, se daban cuenta que yo la quería; a veces, hacían mofa de ello, quizás porque no hay nada más debilitante que el acontecimiento del amor, en el cual los sentimientos afloran y la vulnerabilidad es parte de la forma tan auténtica en que entendemos al otro. Lo que al comienzo fue una oportunidad, paulatinamente se fue tornando en una incómoda amenaza. El solo hecho de aproximarme a la esquina de su casa se convertía en una fuente de angustia, como si mil ojos estuvieran acechándome.
A consecuencia de semejante imbricación de sucesos, personas y lugares, sentía que la iba perdiendo de mi horizonte. A veces, la presión de todos alrededor se convertía en un ruido ensordecedor que no me permitía escucharla. Ir a visitarla implicaba algo así como una incómoda antesala, donde el corazón sufría por no hallar ya el momento adecuado. Me volví nostálgico de las primeras semanas, en las que la euforia de los encuentros, con su espontaneidad, sonidos y ocurrencias de juventud, era algo tan deseable y a la vez inalcanzable. Nadie nos advierte que las primeras fases del querer suceden catalizadas por un sinfín de sensaciones que van perdiéndose irremediablemente con el correr de los días. En los estados de percepción exaltada, recuperaba en mi mente la suavidad de su rostro, su largo cabello negro y la alegre belleza de su cuerpo, matizados en una fragancia exquisita que no podía localizar. En tales experiencias, ya lejos de su casa, sufría unos deseos incontenibles de ir a verla. Algo imposible, pues nos había llegado a todos el fin de las vacaciones escolares. Y para mí, también llegaba la necesidad de replantear mi vida en busca de una vocación y la estabilidad a la que la sociedad nos arroja cuando somos conscientes de que la niñez se ha marchado.
No obstante, ¿Qué pensaba Liliana de todo ello durante esos inicios? ¿Cómo experimentaba desde su situación las intersecciones del amor tan intenso que provocaba en mí? A decir verdad, nunca pude saberlo del todo, y cuando me comentó sobre el tema, había ya transcurrido mucho tiempo como para que fuera relevante. Desde la comodidad de lo que llegó a ser nuestro presente, los hechos del pasado a menudo parecieron ingenuos y erráticos. Quizás, tiempo después de mi primer enamoramiento, ella no tenía interés en conocer los detalles, si bien las consecuencias de los días tortuosos de quererla a la distancia, así como el silencio provocado por la necesaria prudencia impregnaron luego de indecisiones nuestros encuentros. Sólo puedo decir por ahora que ella se mantenía al margen, ignorándolo todo o prefiriendo no saberlo. Algunas veces estábamos juntos, creando un ambiente de confianza que no era común en otras circunstancias y supongo que ella presentía que algo extraño ocurría. Por otro lado, es fácil considerar que las mismas personas cercanas que a mí me importunaban, también le avisaban que algo ocurría en mí hacia ella, quizás con un nivel de espontaneidad y hasta de burla que ella tuvo que sufrir a su modo.
Puedo concluir, por ahora, diciendo que el tímido comienzo de este amor de años se fue nutriendo de experiencias gratas y a la vez confusas. Ella me deslumbraba de maneras que muy pocas veces pude experimentar. Sin embargo, entre el hábito de recordarla y querer sentirla cerca, se iba entretejiendo una maraña de eventos y personajes que nos eran comunes y que frecuentemente entorpecían la posibilidad de permitir que mi amor creara su propio camino.
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