Septiembre 17 de 2020
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Y ahí estábamos los dos... Habían transcurrido meses desde aquél beso fugaz en la penumbra de una calle cualquiera, de esas que después se convierten en altares de recuerdos cuando nos embarga la melancolía. Y habían pasado muchas lunas más, desde aquella noche en que nos amamos con la premura del anuncio de pandemia. ¡Cuántas horas esparcidas como pétalos, como los charquitos de agua que fuimos dejando después de ducharnos, en un ritual que nos llama, luego de hacer el amor! Y esos habían mis recuerdos hasta esa tarde de viernes, ocultos detrás de las caretas que nos aíslan de los temibles virus, pero sobre todo de la realidad de ser quienes somos.
Hasta ese preciso momento, había ocurrido mucho más que lunas vacías de encierros, pues el dolor le había herido el alma como nunca antes. Ella había estado tan ausente, como profundamente triste, en una tormenta de sucesos que jamás olvidaremos. ¡Cuánto puede la pena robarnos trozos significativos de vida! ¡Cuánto llega a apagarnos por dentro el infortunio de la tragedia! Y al final de tales caminos escabrosos, contra las previsiones del tiempo y la confusión de los días, estaba ella otra vez a mi lado.
¿Qué podría decir yo al mirarla tan cerca, después de semejante sucesión de hechos? -Era un milagro, pensé... - Una gota de agua en un desierto sin ella, sin su proximidad, sin su voz, sin la tersura de su alma. ¡Estábamos de regreso! Como antes, como desde el principio, como siempre. Era ella, otra vez, y era todo lo que importaba. Lo demás parecía replegarse, parecía no existir, como cuando pelamos una fruta o abrimos una puerta que nos aproxima a la luz. Me bastaba verla sonreír, sentirla a mi lado, conduciendo su auto o caminando, mientras los caminos a nuestro paso se abrían solos.
Y luego: la tarde, la mesa, la penumbra, la cama, la ducha, la noche. Podrían parecer apenas palabras en el orden de aquel día, pero hay algo divino en todo ello. Hemos tenido otros días y otro ha sido el orden de las palabras: a veces, primero la ducha, luego la cama; a veces, primero la cama, luego la penumbra; a veces, la música; a veces, simplemente hablamos; a veces, besos que se vuelven portales a mundos sin tiempo. En todos los casos, desde hace años, los sentidos se abren a ofrecimientos de sabores, aromas, temperaturas, texturas, placeres inefables, sonidos, colores y contrastes. Pienso que el amor es un combustible muy potente que sublima las sensaciones, exponiéndonos al dominio de sus caprichos, dejándonos siempre impresionados por experiencias que quisiéramos siempre repetir. Sin embargo, lo cierto es que cada ocasión es distinta, no es posible recuperar los instantes más que en el misterio de la memoria. Como ahora.
Al final, nos queda todo. Para mí, quedan estas palabras convertidas en ecos en la retina. El paso de ella por mi vida se cuenta apenas en horas, en días. Pero esos momentos llegan a serlo todo, como ella misma, como sus ojos, su cabello y su risa. Amo perderme en los rincones de su cuerpo de mujer, explorarlo con mis labios, con mis manos, con mis dedos. Amo extraviarme en los laberintos de sus pensamientos e imaginar junto ella tardes y noches en otros mundos. Como si trazara el mapa de su vida para reconocerla mejor la próxima vez y volver a comenzar. Entonces, el amor por Liliana se torna en una espiral de recomienzos y despedidas, de promesas e incertidumbres; de historias siempre incompletas, porque es mi versión, porque aquí falta lo que ella quizás tenga que decir.