Diciembre 15 de 2020
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Gabriel García Márquez escribió que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados. Es algo muy propio de lo humano, incluso el amor, la lucha inquebrantable contra la contingencia, contra la frecuente imposibilidad práctica de superar lo irremediable, las equivocaciones y la muerte. ¿Cuántas cosas en la historia se han dicho o realizado bajo el influjo del amor?
Como experiencia personal, uno de los grandes obstáculos que hizo de mi amor con Liliana algo perteneciente al bando de los contrariados era no lograr estar suficientemente a solas con ella. Por cada minuto de estar juntos y aislados para conversar, debía esperar largas horas en compañía de amigos y relacionados. Esta situación no parecía suponer un problema para ella, pues al comienzo no estaba al tanto de mis sentimientos; y posteriormente, ya sabiéndolo, se desenvolvía con tal naturalidad que tal vez no creía necesario tener más privacidad de la que disponíamos. Era, digamos, algo normal que eso sucediera, teniendo en cuenta nuestra edad y las limitaciones de una situación de por sí compleja, pues ya era un amor imposible mucho antes de que alzara vuelo. Por lo tanto, gozar de algunos privilegios como la completa soledad para compartir tiempo y algo de intimidad, era un lujo a veces inconcebible. No obstante, era precisamente en esos instantes donde me sentía más a gusto con ella, disfrutando a tal punto su compañía, que podía esperar semanas y hasta meses aguardando la siguiente oportunidad.
Estas instancias, aisladas aunque significativas, fueron desde el comienzo la característica primordial de nuestro cariño. Es decir, sucedía algo importante, pero luego venían días y semanas de distancias y silencios, agravados por la extrañeza que nos causaba la presencia de personas a nuestro alrededor que generalmente ignoraban lo que ocurría entre Liliana y yo; o peor aún, sabiéndolo, se mofaban de ello. Por otro lado, al ser una época de tantas incertidumbres, la juventud implicaba la vacilación constante respecto a estudiar, trabajar y desarrollar apegos. No era fácil dar pasos firmes, ni siquiera para alguien que dispusiera de la claridad suficiente respecto al futuro. Y en muchos sentidos, no estábamos listos para tomar decisiones sentimentales a largo plazo, aunque considero que ella estaba mejor estructurada al respecto, pues poseía ya una gran inteligencia emocional, algo que admiré tanto o más que su belleza física.
Adicionalmente, está el asunto de nuestras relaciones sentimentales aceptadas por los demás, tema espinoso y complicado. Siendo el nuestro un amor impedido por situaciones ajenas a nuestra voluntad, lo manteníamos en secreto. Luego aparecíamos en público con "alguien especial". En el caso de ella, dada su gran predisposición a la estabilidad y su alma noble, estas relaciones duraban meses y años, en tanto que las mías eran todo lo contrario. La explicación de lo que sucedía por mi lado sería que anhelaba ardientemente tener a Liliana, y en vista de las grandes dificultades de aparecer como novios, intentaba erráticamente hallar supletorios que pudieran distraer un poco mi obsesión por ella. No niego que intenté el amor en otras sendas. Pero, al ser por completo insuficientes, terminaban muy pronto, incluso antes de empezar. De hecho, sentía que en todas las situaciones de involucrarme con otra mujer, sólo podía llegar hasta un cierto punto de entregar mi cariño y mi compromiso. Después de ello, a pesar de las reclamaciones de mi compañía de ocasión, simplemente me retiraba, me alejaba. En esa estela de caprichos hice mucho daño, pero no prestaba demasiada atención a ello en vista de mi codiciado tesoro: ver a quien era la razón de mis desvelos y ansias más íntimas, aunque el poder estar a solas con ella fuera también un deseo sin cumplirse del todo.
¿Cómo, entonces, se conjugaron las adversidades con el propósito paulatino de querernos dentro de unas circunstancias tan confusas? ¿Cómo llegamos a disfrutar de momentos de preciosa intimidad, de manera que hice de ellos fuentes de inspiración durante décadas de amarla en silencio y a la distancia? Y lo más importante ¿Qué sentía ella de todo eso, tan habituada como estaba a relaciones estables y mejor amoldadas a las expectativas de nuestros mayores y conocidos? ¿Pudo ocurrir, de parte de ella, que dichas situaciones abrieran espacio para considerar alguna posibilidad de dar un paso en firme conmigo? Todas las respuestas a estas preguntas están veladas por algo de misterio, aunque haya razones en la superficie que parecen válidas hoy. Pero los asuntos del amor no se basan generalmente en lo razonable, sino que optan por los laberintos de lo inexplicable. Debo expresar que siempre hubo un tinte de simulación y dulce perversidad en el hecho de estar sosteniendo un romance a escondidas. Pero, en nuestro favor, también declaro que nos unía un amor marcado por la sinceridad y la ternura.
Alguna vez, en circunstancias bien distintas y posteriores en el tiempo, con mucha vacilación y temor, estando a solas mientras yo conducía, le pregunté a ella si en la época de nuestra juventud me había querido de veras. Lo hice basado en una duda que me devoraba durante años: me resultaba inverosímil que ella hubiera dispuesto apenas su tiempo y una vana actitud, en un romance para ella sin sentido, por el puro ánimo de jugar. Nunca la creí capaz de algo semejante, pues la conocía de años y sabía de su inclinación por la bondad y la rectitud. No obstante, por los mismos motivos, me taladraba el corazón considerar por qué no me había dado una genuina oportunidad de emprender algo serio a su lado, aunque como lo explicaré a continuación soy el gran responsable del desastre que llegaría. El hecho fue que, abriéndome su corazón en circunstancias que ya no daban para hablar sobre lo sucedido, ella afirmó que sí me había querido, pero se sentía culpable y aprovechó para pedirme que la perdonara. Su respuesta, más de lo que quizás supuso en ese momento, me concedió una paz difícil de describir, aunque fuera tarde. El motivo es que era importante para mí saber que Liliana sí me había querido; si las circunstancias que rodearon los encuentros íntimos de nuestra juventud estaban verdaderamente matizadas por el amor. Un amor que yo jamás había sentido ni sentiría por otra mujer en mi vida y que también ella había experimentado, a su modo, como mujer, desde su corazón.
Ahora, debo hablar de lo que concibo como la raíz de mi gran fracaso del pasado. Algo estrechamente relacionado con la necesidad fallida de cercanía e intimidad con Liliana. En primer lugar, yo lo definiría lacónicamente como error de cálculo, apresuramiento, no permitir ser... ¿Cómo dejar correr las ansias largamente acumuladas con pausa y donaire? No supe hacerlo y esa fue mi tragedia personal. Siete años de espera por estar con ella, en el marco de una relación que prometía formalizarse, pero que se fue al traste en una semana y me costó más de veinte años de solitario sufrimiento. No son sólo números, pues suman una vida, la misma que continuó la tarde que volvimos a empezar. Pero debo ir al punto, aunque parezca tortuoso hacerlo. Habían transcurrido siete años desde cuando me enamoré de Liliana. Como insinué en otra ocasión, nuestra primera experiencia de intimidad había sido furtiva, anónima; la cercanía de su sexo fue apresurada y tímida; fue como robarme un misterio y atesorarlo toda la vida. El enamoramiento también había sido raudo, de repente sentía que disfrutaba excepcionalmente de bailar con ella, tenerla muy próxima, su cintura, su aroma, su cabello, sus senos. Las mismas experiencias se repitieron varias veces, en el contexto de las dificultades que acabo de describir más arriba. Todo ello, yuxtapuesto a la existencia de relaciones sentimentales paralelas de parte y parte.
En segundo lugar, yo hablaría de la ocurrencia de una paradoja. Repentinamente, después de ires y venires, al fin parecía llegar el desenlace esperado: ella y yo empezábamos a salir como novios, en frente de personas conocidas y con las rutinas correspondientes. Salíamos durante todo el día o la tarde, le envié flores e hicimos ligeramente público nuestro vínculo. Íbamos a bailar, como tanto me gustaba; le estaba preparando mi primera colección de poemas y cartas. Sin embargo, creo que yo no estaba lo debidamente sereno ni ella lo suficientemente segura. Bastaron un desatino de parte mía y una indecisión de parte suya. Mi afán de proximidad y mi impaciencia de último momento, la cual justifiqué inconscientemente con la idea de que nuestro tiempo había llegado, hicieron que yo considerara erróneamente que tenía derechos sobre ella; la exigencia se convirtió en algo extraño para mí, que continuamente había tratado de respetar su individualidad; también fue inaceptable para ella. Irónicamente la oportunidad que nunca había tenido junto a Liliana y la libertad oficial para acercarnos me habían desbordado por completo y conduje todo al desastre. Concluí con mucha dedicación mi libreta con decenas de escritos dirigidos a ella desde hacía tiempo. Mi mente y corazón volaban de prisa y no le di tiempo a mi amada de asimilar todo lo que sucedía. Tras un sinsentido de precipitaciones, le compré un disco de vinilo y por un descuido no lo llevé la noche que la esperaba. Misma noche en que ella tardó en llegar y yo me llené de impaciencia mezclada con rabia. El disco nunca fue entregado, aunque ella supo mucho después sobre las canciones que contenía.
En tercer lugar, creo que es honesto mencionar mi absurdo orgullo. Tenía los humos arriba con la idea de que ella me pertenecería pronto, una especie de deseo impuesto por la falsa justificación de la larga espera por tenerla. Sin embargo, ella no podía saber (ni tenía porqué) acerca del amor intenso que yo le había reservado herméticamente. La libreta estaba lista, era una sorpresa cargada de historias de desvelos y anhelos por ella, pero mi musa poco o nada estaba al tanto de aquello. No le dí tiempo y ella no había tenido mucho para asimilar todo lo que estaba sucediendo, las implicaciones para sí misma y las consecuencias de decir sí. Cuánto puede la soberbia llevarnos al caos y al despropósito, es algo que aprendí con lágrimas, tras lo sucedido. Mi altivez me golpeó contra el pavimento y me quedé solo, sin ideas y sin brillo. Estaba dejando perder la más bella alegría de mi vida, pero no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer, por el caprichoso sentimiento de merecerlo todo; me poseía la locura de tenerla solo para mí, sin antes haber luchado lo suficiente. Ella valía la vida entera, pero yo estaba enceguecido y envanecido. El amor se había tornado en una turbulenta creciente en su forma más baja de egoísmo y furor. Lo que empezó a florecer una mañana soleada se echó a perder una noche lluviosa. A la siguiente, charlando a solas con ella, en la esquina de su casa, yo estaba arrepentido, pero no lo suficiente. Le entregué el libro de poemas y cartas, envuelto en un papel. Ella ignoraba de qué se trataba y al comienzo no quiso recibirlo, pero yo insistí. Dulcemente me dio un beso. Y la dejé allí, desconcertada. Y yo, absurdamente resuelto a terminar así la historia escrita en el libro, hundido en mis caprichos, no supe que apenas comenzaba un desierto frío, insufrible y sombrío, ya sin ella.
Del amor contrariado al amor afirmado. De no haber sucedido un vuelco tan radical en nuestra vida, hoy seguiría contando esta historia entre lágrimas. Amar es un arte que se aprende, a veces de esa manera. Sin embargo, también es posible desandar el camino e intentar de nuevo. Y aunque no sabemos lo que será mañana, amar es un vuelo fascinante si disponemos de las alas adecuadas. Liliana y yo aprendimos a volar distinto, ya más maduros, más sabios, más libres, pero esa es otra historia.
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