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Estaban una vez una mujer y la luna. Ambas brillaban y enamoraban cíclicamente. Impredecibles, ocultas, contundentes en la noche. La luna como siempre, inspiraba a sus soñadores y sortílegos. A su vez, la mujer se convertía en la inspiración de un soñador entre muchos, quien, presa del incontenible frenesí al saberla imposible y distante, se envolvía en el frío de la noche para mantenerse despierto. Ansioso, pensaba en su amor, mientras contemplaba a su pálida compañera en el cielo. Con el tiempo, divisaba semejanzas entre ambas: su impasibilidad, su romántica disposición, su silenciosa complicidad, su nocturna belleza, su fría distancia.
La luna, tal como suele hacer con sus soñadores y sortílegos, conocía de cerca la obsesión que despertaba la mujer en aquel corazón prisionero. Y para consolarlo del dolor de la ausencia, decidía brillar con más intensidad, en tanto él lloraba sus penas y sus ilusiones. No obstante, en las noches que la mujer regresaba, el hombre se olvidaba de su confidente. La luna entonces se escondía tras alguna nube, o se asomaba simplemente para comprobar que la atención de él estaba inmersa en el amor de su vida. En represalia, luego de cada encuentro, la luna acrecentaba en la mujer su costumbre de distanciarse de quien tanto la quería. El dolor y la lejanía eran su oportunidad de brillar más, mientras el hombre lloraba a solas.
El Amor forzó al Destino y tras años de inmenso silencio, la mujer apareció nuevamente en el cielo del hombre que tanto la había amado. Desde entonces, la luna ha recobrado la cordura y ha endulzado benévolamente el alma de la mujer, para que atienda las ansias de él. Sin embargo, extraña las épocas de ser luz en sus penas y escucharle contar sus renovadas ilusiones. Sabe ella que, tal como ha ocurrido desde tiempos antiguos, el Amor y el Destino a veces toman rumbos azarosos. Entre tanto, la mujer resplandece ante la fascinación de su hombre, y la luna espera su momento.
Luna Llena - Andrés Cepeda
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