Febrero 26 de 2021
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Dice una canción que el amor es un adiós que no termina...
Si algo pudiera trazar coordenadas significativas tras cada encuentro con Liliana, esas son nuestras despedidas. Sensaciones cargadas de posibilidades, tantas como las historias que las han precedido. Emociones contenidas, compromisos de otras tardes por venir, o quizás no; intensas secuencias de palabras que se quedan a mitad del camino, porque ningún hasta pronto dice lo suficiente. Y luego, frecuentemente, el vacío, el silencio, la resaca, como si por cada instante de dicha se nos anclara a largas noches de agonías, en mares fríos que sólo quien extraña a la distancia ha navegado con algo de resignación. Si son dulces y halagüeñas las puertas que abren ante nuestros pies las horas más sublimes, para mí todas al lado de ella, son formidables e inciertas las que se cierran a nuestras espaldas, como signos de un futuro desconocido. En el anonimato de la ciudad, tales puertas son como las espadas de los querubines prohibiendo el acceso al paraíso perdido y a la vez un reto a descifrarlas de vuelta. Liliana se marcha por esas calles frías en la penumbra. Y parte de mi vida se va tras ella.
Cientos de despedidas, en tonalidades múltiples. ¿Por qué recordamos tanto las ansias del encuentro y desdeñamos a cambio las notas sabias que cierran el episodio? Pienso que es parte de la ironía del deseo. En aquellos hasta prontos formales, frente a conocidos y amigos, quedó en la retina la figura de la mujer que amo, su postura, su manera de mirarme. Y hasta su manera de ignorarme, como una madrugada, mientras rogaba sin éxito que voltease a mirarme. Y aprendí que no hay manera de descifrarla, ningún ser verdaderamente amado lo es. La compleja admiración que despierta la existencia de alguien así eleva al máximo la percepción, como si el alma intentara vibrar con ella. Aún cuando lo que hago es justamente alejarme de su lado o simplemente mirarla, mientras me deja solo, sin que ella sepa al menos cómo late el corazón por querer que nos quedásemos allí un poco más.
También, ha habido despedidas rápidas, como apurando el deber de alejarse, mientras otros nos miraban. Y pienso cómo pareciera detenerse el tiempo o ralentizar su marcha. Y más aún, cómo quisiera que todos los que nos acompañan en ese momento crucial simplemente se desvanecieran o quedaran estáticos, para acudir al lado de ella un poco más y decirle de todas las formas posibles «te extrañaré». Mas, para el amor, paradójicamente, ningún tiempo es bastante. Y en los cortos adioses, apenas nos quedan segundos para percatarnos de la pequeña dosis de tragedia que presenciamos. Alguna vez, mientras Liliana se acercaba a mí para alejarse a prisa, sin que pudiera calcular el tiempo que transcurriría en mi vida para volver a verla, le susurré, más para mí que para ella: «adiós, amor». Sólo me quedaba atrapar en el aire esa última fugaz mirada, partículas del aroma de su cabello y la tibieza de sus movimientos dejando estelas de su presencia, que mi cuerpo, si hubiera podido, deseaba abrazar.
Están asimismo aquellas separaciones, en las cuales, un voltear a mirar mientras nos separamos tiene un mensaje implícito de «no te alejes demasiado». Sólo para nuestros ojos, sólo para nuestros oídos, sólo para nuestros corazones. Ella se quedó una madrugada, en una fiesta de amigos, venía sola y al tener que irme, ocurrió. Debo mencionar que, usualmente, en esas ocasiones, es ella quien se despide primero. Ya puede entenderse que nuestros encuentros en espacios donde concurren conocidos y amigos son los más intrincados. Es preciso, por razones que no es posible expresar aquí, pero que pueden adivinarse, adoptar actitudes de indiferencia entre mezcladas con ciertas dosis de confianza espontánea. En esas rutinas teatrales que hemos tratado de aprender de memoria, el libreto nos exige que el lenguaje de las palabras, imposible en tales circunstancias, sea sustituido por códigos de miradas. Palabras intangibles de dedos tocándose, de abrazos simulados y asentimientos con la mirada. Si los ojos hablaran.
Y las ha habido con un sabor a pérdida, que me hundían en el pesimismo, tras la euforia de encontrarla. Fueron despedidas tristes, sin muchas palabras, sin gestos, sin casi nada más que un tímido ademán. Hubo adioses desgarradores, en los cuales creo que ambos dejamos partes del corazón ante la inminente distancia. De esos adioses dan cuenta las horas de pensar amargamente en Liliana y añorarla, cuyos registros quedaron en poemas dispersos que ella conoce. Escritos taciturnos para tardes grises, deseando que los tiempos fueran mejores y lamentando lo que no fue. Sé que ella, muy a su modo, también los dibujó con lágrimas teñidas de culpa por lo que fue. Deseos fallidos y culpas inútiles, tormentas de ausencias que el tiempo no logró detener, todas anticipadas en un huérfano beso de despedida.
Sin embargo, ha habido muchas más impregnadas de alegría, en las cuales el rito del hasta pronto encerraba la sonrisa por lo sucedido durante el encuentro, por el beso, por la picardía de horas enteras entregándonos. Hubo hasta prontos promisorios, como cargados de una expectación de retomar lo que habíamos dejado para la próxima ocasión, pues creo que en el fondo, siempre intuimos que nada terminaría del todo. Y despedidas festivas, con la música aún en los labios, el cansancio en los pies y una sensación inmensa de carnaval de amores que no queríamos concluir... Y ciertamente no lo hemos hecho.
Como dije, son muchas y muy diversas las descripciones que podría hacer al respecto. Pero, por razones de espacio, ahora me permito referirlas a través de la apreciación simple de cuatro formas de lenguajes que nuestros adoptan para dejarnos ir.
Despedidas con las manos, apenas tocándose. Tímidas maneras de llevarnos algo del otro en las memorias de los dedos. La gente es a veces tan cruel con los sentimientos genuinos y ajenos, quizás por ser eso otro acerca de lo cual ignoran gran parte de su naturaleza; quizás, porque al debilitarlos de tantas formas, se les convierte el amor en un invitado incómodo. Y Liliana y yo, presas del pánico de sentirnos expuestos, apenas nos tocábamos mientras decíamos «hasta luego». ¡Cómo me gustaba sentirla cerca aún al despedirnos y cuántas veces me quedé con ansias de proximidad bajo la superficie de un adiós sin alma! Ella quedaba, allí, con su agenda completa, volviendo a sus compromisos, mientras yo me alejaba sin dejar de recordarla. Y creo que, en esas épocas erráticas de juventud, entre lo que más lamentaba estaba la forma tan tímida de alejarme de su lado. Siempre tenía la certeza de que me embargaría la pena por estar de nuevo lejos, y sin embargo no hallaba la manera de hacer de nuestras despedidas algo que dejara en ella una impronta de sentido. Eran otras épocas y, aunque estaba aprendiendo, el tiempo no me daría la tregua de las segundas oportunidades.
Despedidas con las mejillas y una vacilante tibieza de proximidad. Algo en las células indicaba la retirada, y deseaba atrapar un último y casi imperceptible contacto, atesorando la tersura de su rostro y algo de su fragancia personal. Un gesto de aproximación formal, que llevaba un incendio dentro, como un torbellino de emociones contenidas y a la espera. Ella ya era todo y suficiente para el corazón, el cual quería aferrarla al pecho en cada latido, como si temiera morirse de frío al sentirla alejarse. Un día, tras años de distancias, quise robarle un beso mientras ella hablaba por teléfono, como queriendo que supiera que extrañaba cada forma de contacto con ella. Quería que se llevara en la memoria los eventos de mil despedidas en que alejarme de ella era una tragedia. No lo logré.
Despedidas de abrazos como diálogos del cuerpo aferrándose. Se asemejan a los movimientos de dos piezas del mismo rompecabezas, que se niegan a quedarse solas. En aquellas circunstancias, algo existía ya, descifrado mediante códigos no verbales y palabras pronunciadas. Nos hacía falta estar juntos y necesitábamos expresarlo. Entonces, eran los brazos y esa sensación de estar plenos mientras más próximos, los que nos estimulaban a ritos de despedidas semejantes al baile. Y ahora que lo pienso, quizás el baile consiste también en ese doble movimiento de aproximarnos y distanciarnos, que replicábamos de memoria al decirnos «hasta pronto». A diferencia de los anteriores, este modo de despedirnos nos dejaba un sabor a confianza y complicidad sin palabras, sobre todo en vista de posibles encuentros futuros. Me encantaba esa sensación de sus senos, de su perfume y sus brazos alrededor de los míos, como si me hallara en breves instantes en el lugar al cual estaba destinado.
Despedidas febriles, anticipando plácidamente la distancia inminente. Como el sol que se resiste a ocultarse ante la noche irremediable; como las brasas del fuego en plena intensidad, que presienten la lluvia o el fin temporal. Por tanto, debo volver a la línea de la canción del principio. Existe esta exultante alegría de estar juntos, y celebrar a nuestro modo el amor antes ansiado y luego consumado. Y al mismo tiempo, el cuerpo expresa la inteligencia de la despedida inevitable combinada con la incertidumbre acerca de lo que ocurrirá luego. Todo enmarcado en un deseo inapelable y pactado de vivir el presente, así éste consista en los pocos minutos que nos quedan antes de separarnos. Y por eso, considero que desde cuando nos aproximamos, nuestras manos, la dirección de nuestros pies y nuestros cuellos aproximados empiezan a anticipar el rito de una intensa despedida; como si no quisiéramos irnos nunca, esperando cada vez disfrutar más de todo cuanto podemos intercambiar, pero muy conscientes de que habrá que decir adiós alguna vez. En un nivel así, somos conscientes de la fragilidad, de la temporalidad y la contingencia. Entonces, como el final de un buen libro, el amor alcanza a ser algo trascendental y nos hace divinos.
Acerca de esta amplia gama de despedidas, a lo largo de años de encontrarnos y desencontrarnos, mucho queda todavía por mencionar. Liliana tiene en sí misma la capacidad de redescribir en mi vida lo que yo daba por sentado. Nada de lo que afirme sobre ella es definitivo, pero me resulta fascinante descubrir cómo se experimenta un beso de despedida de su boca y poder describirlo luego. Los años transcurren inevitablemente entre esas evocaciones de sus miradas mientras se aleja o me alejo yo. Son como finales de canciones que nos quedan en la mente, demarcaciones de épocas enteras, con sus antes y sus después. No siempre ha sido grata la incertidumbre de lo que vendrá en el futuro, pero siempre ha sido placentero para mí todo lo que acontece durante el tiempo que estamos juntos, antes que nos marchemos con un definitivo hasta siempre.
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