Abril 4 de 2017
8:46
Existe una ansiedad alegre, loca y volátil. Nos hace reír lo mismo que llorar y no se desvanece aunque la saciemos de besos o vino. Se viste de un frenesí de vivos colores en la noche y nos arranca la vida en cada suspiro, para devolverla luego en cada ilusión, en cada palabra dulce. Se alimenta de canciones, de desvelos y de sueños, como un embrión bien nutrido, latiendo ingenua y vigorosamente antes de conocer el mundo.
Asimismo hay una ansiedad con sabor a aire de verano: seco, insípido, desolador y mortal. Nos impregna la piel y la voz, haciendo de cada movimiento una carga insufrible y restándole vigor a las palabras, como resignados a habitar el interior de una pesada rueda que no deja de girar con lentitud. Las canciones huyen, aunque insistimos en invitarlas a quedarse. Y empezamos a ser concientes de que cada latido del corazón, cada leve respiración es una onda de vida que se nos escapa.
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Me habitué a pensar en ti, casi indefectiblemente a cada hora del último año, con una prisa irracional de sacudirme del prolongado letargo que había significado no verte ni hablarte. Y me aficioné a tus palabras dulces, a tu bondad en las noches y tu sencillo latir al otro lado de este muro, donde a pesar de no verte, casi te podía tocar. Y sobre todo, a la cándida agitación de lograr verte otra vez, con la ingenua alegría del niño a quien se le cumple una promesa.
Sin embargo, esta fantasía embriagada también ha sufrido decaimientos y resacas. No puedo explicar cómo, pero durante ciertas horas y a veces días, he sentido el vacío de tu distancia y la crueldad de tu silencio. Te mentiría si te dijera que nunca estuvieron en mi memoria y que no los reconozco. Es sólo que vuelven a azotar con más ímpetu las noches y las horas... Es sólo que me agobia con más fuerza la trágica realidad de saber que aunque vives en mí, no estás.
Ahora que no estás - Alex Ubago
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