Enero 13 de 2021
21:36
El anonimato de un taxi. De pronto, siente uno que el mundo es pequeño y sus caminos entrecruzados ofrecen posibilidades inesperadas al alcance de un llamado. Las calles se vuelven oportunidades y los instantes están listos para brillar. Esa mañana, Liliana y yo íbamos sin precipitaciones al hotel que nos aguardaba. Y para nosotros, el sol de aquel viernes empezaba a resplandecer.
El pasaje de edificios modernos dio paso, al otro lado de un puente, al de las antiguas construcciones de los barrios coloniales. De repente, el mar nos saludaba y nosotros le sonreíamos afablemente. A veces, yo tomaba la mano de ella y podía interpretar en su mirada la tranquilidad de saberse querida y al mismo tiempo, la constante sorpresa a la vuelta de cada esquina, a miles de kilómetros de casa. Los callejones y sus balcones coloridos empezaron a ser nuestros desde ese instante, y las horas sólo parecían deparar todo lo que en sueños habíamos contemplado. Horas y horas de tanto conversarlo, ahora se tornaban en realidades para las cuales sentíamos estar preparados... Quizás sí, quizás no. Un imprevisto o un error de tacto y nuestros miedos podrían detonar acciones temerarias. Un siempre temido rostro conocido que nos delatara y todo tendría que replantearse en un instante, sin marcha atrás. Este amor sabía de muros infranqueables y prohibiciones, de cambios de último momento y deseos bebidos a la mitad. De esta manera, durante años, habíamos degustado a voluntad cada sorbo de alegría, lo mismo que habíamos claudicado ante la fuerza inexorable del destino, haciendo silencios de resignación y algo de pena.
Por ahora, mientras el calendario marcaba el penúltimo día de octubre y la hora pasaba del medio día, las puertas del hotel nos daban la bienvenida a una forma de dicha que habíamos experimentado hacía casi un año. Nos registramos como esposos y nos escondimos como amantes; una vez más, la complicidad del ascensor y la tibieza acogedora de los pasillos nos abrían sus brazos en su propio lenguaje. Los equipajes breves, detrás de nosotros, cerraban nuestra marcha hacia la que sería nuestra alcoba nupcial y el cuarto de nuestros secretos. Tan pronto cruzamos el umbral de la puerta, Liliana tomó su lado en la cama ancha y ya todo adquiría un matiz de familiaridad. La complicidad del aislamiento, la delicadeza de su figura de mujer en la penumbra y las ansias largamente acumuladas en la piel, bien podrían ser la música que necesitábamos para desnudarnos allí mismo y dar rienda suelta a nuestras ganas de estar juntos. No obstante, el amor aguardaba en sus múltiples matices y andábamos a su ritmo, conscientes como éramos de querer vivir sin tregua cada instante de aquellas maravillosas horas. El amor tenía su propio intinerario y nosotros íbamos, a la vez libres y a la vez sujetos de su mano.